El espacio que mi conciencia ocupa es tan denso y pesado que los recuerdos de aquellos días se presentan hoy difusos en mi memoria.
Las imágenes aparecen lejanas, pero las sensaciones son claras como el agua de nuestros mares. Eran días felices, días cuyas horas transcurrían en un verde prado, jugando y revolcándonos por la dulce hierba, como los dos niños que éramos, nadando en las tibias aguas del gran lago, cuyas tranquilas olas se teñían de oro, bañadas por el calor de los Tres Soles. Los mismos Astros que gentilmente secaban nuestros cuerpos húmedos y cansados mientras nos prometíamos amor eterno. Éramos jóvenes e inocentes, y las estrellas del cielo nocturno nos advertían que algún día nos separaríamos, que pronto dejaríamos de ser niños y emprenderíamos un largo viaje, que algún día nuestro hogar no sería más que un pequeño punto luminoso en un cielo extraño.
Hace ya muchos eones que emprendimos ese viaje. El día que partí, tú franqueabas el camino que me alejaba de ti. Danzabas junto al umbral y nuestras miradas se hablaron por última vez, en silencio. Ese día dejamos de ser niños. Ese día escribimos el último capítulo de nuestra infancia. Ese día el velo cayó tras de mí y la gran esfera me arrojó muy lejos, a un lugar extraño y pesado, privado de recuerdos.
Pero hay sentimientos tan profundos e intensos, que ni un millón de eternidades pueden borrarlos, y hoy el rayo de luz que nos une a nuestro hogar me lo recuerda. Me recuerda que cuanto más caíamos, más nos alejábamos el uno del otro. Siento que mil veces nos hemos olvidado para luego reencontrarnos, siguiendo rutas etéreas que no eran sino lecciones que debíamos aprender. Y aquí estamos de nuevo, trabajando con todo lo aprendido, sembrando nuevas semillas que, a su debido tiempo deberemos recoger antes de volver a casa, donde esos dos niños traviesos siguen esperando nuestro regreso...