Caminaba por aquellas noches sin sol y sin sueño. Sin esperar nada. Sin buscar nada. Absorto en mis pensamientos, alcé la mirada y allí estaba ella. Su radiante sonrisa iluminó mi senda y todo lo que me rodeaba desapareció al inundarse con su brillo. Quedé paralizado un instante, o ¿quizá fue una eternidad? En ese momento sin tiempo, aquella luz estremeció mi alma y dejó su marca allí para siempre. Mi cuerpo seguía caminando, pero mi mente volava, maravillada por aquella visión, hasta que una dulce melodía me trajo de vuelta. Fue su voz la que me despertó de mi ensoñación. Luz y sonido, en perfecta armonía, iniciaron una danza de amor que aún hoy me sigue acompañando, invisible pero intensa, silenciosa pero dulcemente armoniosa. El tiempo y la distancia perdieron su significado y las noches empezaron a ser luminosas.
El sol volvió entonces a guiar mis pasos al mismo tiempo que me alejaba de los suyos. El astro reinaba en el firmamento de mi camino, pero la luz que me guiaba era la suya, que como una estrella del cielo nocturno, brillaba intensamente en mi interior. Su resplandor me llena de paz, pero al mismo tiempo no me deja abrazarlo. Tan cerca y a la vez tan lejos.
Quisiera rodearla con mi alma y protegerla, no dejar que nunca se apague. Quisiera mostrale lo bella y fuerte que es. Quisiera volver a caminar bajo la luz de la luna mientras el mar baña nuestros pies. Pero lo que yo quiera no importa. Lo que importa es que todo esto ya lo tengo, y siempre lo tendré. Lo que importa es que su brillo siempre estará conmigo.
¿Podría ser más afortunado?